El Lago de las Aves

Selma Lagerlöf

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Título original de la novela:
Nils Holgerssons underbara resa genom Sverige, Bonniers Juniorförlag AB, Estocolmo, 1906 y 1907 © Dominio público
© de la adaptación literaria:
Lola Montero Cué, 2020
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2020
Asociación Líbere, Educación y Desarrollo
Imagen:
The wonderful Adventures of Nils, de Mary Hamilton Frie
(para la primera edición de la novela en inglés)    
© Dominio público


Por el tiempo en que Nils Holgersson atravesaba con las ocas silvestres las tierras de Östergötland, había en el Lago Tåkern un pato salvaje al que llamaban Jarro. Era muy joven, no había vivido más que un verano, un otoño y un invierno. Aquella iba a ser pues su primera primavera. Su bandada acababa de regresar del Norte de Africa a aquel extraordinario lago, que reunía cada año a millares de aves acuáticas migratorias, desde los inicios del mes de marzo hasta que el gélido viento otoñal del Ártico comenzaba a soplar con fuerza otra vez en el sur de Suecia.

No llevaba mucho tiempo allí, agonizando, cuando alguien salió de la casa –un hombre vestido con ropas de labor– y, al verlo en el suelo, lo tomó por las patas y se dirigió de nuevo hacia la casa. El único anhelo del pobre Jarro era morir tranquilo, así que se removió como pudo y dio a aquel hombre un picotazo en el dedo para que lo dejara en paz. Fue así como el granjero se dio cuenta de que aquel pato salvaje vivía todavía. Lo acomodó con cuidado en sus brazos y se lo llevó a la habitación en la que se hallaba la dueña de aquel caserío, una mujer joven de semblante afable que tomó al animal con cuidado, lo acarició y le enjugó la sangre que corría por sus plumas. La mujer observaba con admiración el plumaje irisado y el cuello verdiazul y brillante de Jarro, y pareció darle lástima dejarlo morir. Pidió al hombre que le trajera un canasto y lo acomodó en él lo mejor que pudo, dejándolo en un rincón de la cocina, no lejos de la chimenea.

En cuanto se vio solo, Jarro trató de escapar, pero le faltaron las fuerzas. Al ver que nadie venía a molestarlo, comprendió que no iban a matarlo y terminó por arrebujarse en aquel nido de fortuna. No tardó en quedarse profundamente dormido. Unas horas pasaron antes de que un roce suave y húmedo despertara de nuevo al malogrado Jarro. Al abrir los ojos sintió tal terror que estuvo a punto de desvanecerse. El roce procedía de algo mucho más temible que cualquier humano o que cualquier ave de rapiña: el hocico de un enorme perro sabueso de pelo largo que lo olisqueaba con curiosidad. Jarro recordó entonces los gritos de advertencia que a veces se oían entre los juncos: «¡Que viene César! ¡Que viene César!». La presencia de aquel mastín era considerada un presagio de muerte segura entre todas las especies de aves que habitaban el lago.

— ¿Cómo te las has arreglado para llegar hasta aquí? —preguntó César, con esa voz gutural con la que ladran los perros —¿No tendrías que estar chapoteando entre los juncos?

Jarro tuvo que reunir de nuevo todas sus fuerzas para responderle.

—Me dispararon. Son tus humanos los que me han traído dentro y me han colocado en este cesto. No es culpa mía.

—¿Mis humanos? —replicó César— Entonces es que, por alguna razón, quieren guardarte vivo. No pongas esa cara de pánico. Si te han dado asilo, no te tocaré.

Y, con la misma parsimonia con la que se había acercado, César se alejó de Jarro y se acostó junto a las brasas del hogar.

Tras aquel nuevo susto de muerte, Jarro volvió a caer en un sueño profundo. Esta vez, nada lo despertó durante muchas horas, hasta que, ya entrada la noche, sintió el olor de un plato de avena cocida. Aunque se sentía muy débil, tenía hambre, así que trató de comer. El ama se le acercó y lo acarició con complacencia. Y así pasó Jarro unos cuantos días, durmiendo y comiendo tranquilo, gracias a los mimos de la mujer.

Al fin, al despertar una mañana se sintió lo suficientemente fuerte como para dar algunos pasos. Sin embargo, apenas se había alejado unos palmos cuando le flaquearon de nuevo las patas y cayó, quedando tendido en el suelo.

El perro César, que no andaba lejos, se acercó a él y lo tomó del cuello, agarrándolo entre sus enormes mandíbulas. El pobre Jarro creyó que iba a matarlo, así que quedó de lo más extrañado al ver que el sabueso no le hacía el menor daño y se limitaba a volver a plantarlo en el canasto.

Fue el comienzo de una gran amistad. Desde aquel día, se buscaban el uno al otro e incluso dormían juntos, el pato acurrucado entre las patas del perro.

Sin embargo, el mayor sentimiento de gratitud de Jarro era para el ama. Cada vez que la veía, le alargaba el cuello para que ella lo acariciara. Cuando la mujer le tendía la mano con el alimento cotidiano, Jarro olvidaba por completo el terror que al comienzo le habían inspirado los habitantes de aquella morada, hasta que todas las sombrías ideas que había tenido alguna vez sobre los perros o sobre los humanos terminaron por desvanecerse. Ahora le parecían seres buenos y cariñosos, y había llegado incluso a quererlos.

Sin embargo, qué deseo tan grande de recuperarse por completo y volar de nuevo hasta el lago para narrarlo todo a sus congéneres. No había que tener miedo de César. Quienes creían sus enemigos no eran en absoluto peligrosos, deseaba decirles.

El único habitante de la casa con el que Jarro no llegaba a congeniar era un gato que pasaba su vida burlándose de ese nuevo apego que Jarro sentía ahora por los humanos.

— Creerás de verdad que te cuidan porque te quieren —le decía—. Ya me lo dirás, cuando engordes y te retuerzan el pescuezo. 

Como todas las aves, Jarro tenía un alma sensible y sentimental. Así que se entristecía en extremo al oír esas palabras. Cómo iba a desear matarlo el ama de la casa, y aun menos el pequeño humano, su hijo, que pasaba horas y horas con él junto al canasto, contándole sus alegrías y sus penas infantiles. 

Un día que Jarro y César descansaban juntos en la cocina, como de costumbre, el felino brincó hasta la mesa y comenzó a incordiar una vez más a Jarro, diciéndole:

—¿Y qué vais a hacer los patos cuando desequen el lago para convertirlo en tierra de labor?

—¿Qué quieres decir? —contestó Jarro, sin comprender.

—Si entendieras el lenguaje de los humanos, como César y yo, te habrías enterado.

—¡De qué! —gritó Jarro, algo exasperado.

—De lo que dijeron los que vinieron anoche.

—¿Qué dijeron?

—Que el año próximo van a desecar el lago para hacer plantaciones.

—¡Eso no es verdad!— dijo, indignado, el pato-. No pueden dejar sin hogar y sin comida a tantas aves que anidan en el lago durante la estación de cría. ¡Que lo diga César! —Y, volviéndose hacia el perro, prosiguió —Di que no es verdad lo que está diciendo el gato.

Pero César no dijo nada.

Ese perro tenía el mismo problema que muchos de su especie, habría pensado el gato: nunca quieren reconocer que el hombre pueda hacer algo que no sea justo. De hecho, no era, ni mucho menos, la primera vez que se hablaba de desecar el lago Tåkern. Y César lo sabía, pero se decía que todo volvería a quedarse en agua de borraja, como las veces anteriores.

Ya había entrado el mes de abril cuando, un luminoso domigo, Jarro se sintió completamente restablecido y comenzó a volar por toda la casa. El ama y su hijo lo celebraron con muchas atenciones y mimos para el pato. El pequeño fue incluso al prado cercano a la casa, en busca de las primeras hierbas para dárselas a Jarro. Y eso convenció aún más al animal de que, aunque estuviera ya lo suficientemente fuerte como para volver a volar hasta el lago, no deseaba separarse de los habitantes de la casa. Podía incluso imaginarse vivir allí para siempre.

Un par de días después, el ama llegó con una cuerda y se la ató a Jarro al cuello. Entonces apareció de nuevo el hombre que lo había recogido malherido, tomó el extremo de la cuerda y tiró de él, arrastrando a Jarro fuera de la casa y conduciéndolo hasta la orilla del lago. César los seguía a algunos pasos.

El hielo ya se había fundido, durante los días en que Jarro había estado herido, y en las aguas cristalinas del lago sobresalían las formas caprichosas de los islotes, que se avistaban entre los brotes de juncos que nacían en las orillas. Millares de aves acuáticas estaban ya de regreso, volando entre los juncos o chapoteando en el agua poco profunda.

El hombre embarcó en un pequeño bote que estaba escondido entre los juncos e instaló a Jarro en el fondo. Cuando César hubo embarcado también, comenzó a remar hacia el centro del lago.

Jarro estaba confundido. Se sentía profundamente agradecido al hombre por haberle traído de nuevo a su habitat pero no entendía por qué lo llevaba atado.

—¿Le puedes decir que me deje libre? —pidió a César —no tengo ninguna intención de separarme de vosotros.

El perro no contestó; parecía malhumorado.

Lo que también llamaba la atención de Jarro era que el humano hubiera traído una escopeta. No podía concebir que los habitantes de aquella casa tuvieran la horrible costumbre de matar aves. Y menos en aquella época de cría, en la que, según le había contado César, los humanos se prohibían la caza con lo que llamaban una veda

La barca con la pequeña comitiva acostó en uno de los islotes, casi cubierto por las cañas y los juncos. El humano desembarcó, reunió las cañas en un montón bastante alto y se escondió detrás. 

A Jarro lo había dejado atado a la barca, pero con suficiente cuerda como para permitirle saltar al agua y nadar un poco. No tardó en ver a lo lejos a algunos de sus congéneres más jóvenes, con los que recordaba haber nadado en aquellas mismas aguas antes de su terrible accidente. Lleno de alegría, comenzó a proferir graznidos para llamar su atención. 

Enseguida se oyó el alegre parpar de los otros en respuesta, y una hermosa bandada de ánades se alzó en el aire e inició el vuelo en dirección del compañero añorado. Jarro nadó en su dirección todo lo que la cuerda le permitía, gritando «¡Estoy de vuelta!» y contando con impaciencia cómo lo habían cuidado. Entonces resonó, a espaldas de Jarro, el estruendo aterrador de unos disparos de fusil, y tres hermosos patos de alas irisadas calleron derribados entre los juncos. 

César salió entonces como una exhalación en su busca y, en pocos minutos, volvía de nuevo hacia la barca, con dos de los cuerpos inertes entre sus fauces. 

Fue entonces cuando comprendió el pobre Jarro por qué aquel humano le había salvado la vida. Tres congéneres habían caído por su culpa, cuando era él, el que debería haber muerto.

Hasta el mismísmo César parecía mirarlo con desprecio. De regreso a casa, no se acostó junto a él, como solía. A la mañana siguiente, Jarro fue conducido de nuevo al lago y expuesto como reclamo, con las mismas artes del día anterior.

Sin embargo, al avistar a lo lejos a las aves que ya dirigían su vuelo hacia él, profirió, entre quejidos:

—¡No os acerquéis! ¡Fusil escondido! ¡No soy más que un reclamo!

Los patos que ya se acercaban bifurcaron con rapidez en el aire y se alejaron en desbandada del área de tiro.

El granjero regresó aquel día de vacío. César, sin embargo, parecía menos malhumorado que la víspera y, al caer la noche, se acercó de nuevo al pato y lo acomodó entre sus piernas, como si no hubiera pasado nada. 

Pero Jarro ya no se encontraba a gusto en aquella casa.

Sentía como si la herida del perdigón se le hubiese abierto de nuevo y, cuando el ama o su pequeño se acercaban a acariciarle, escondía el pico bajo el ala y se hacía el dormido.

Durante varios días más se repitió, como un ritual, el camino hasta el lago de las aves, la disposición de cada uno de los actores formando aquella trampa mortífera, los gritos de Jarro advirtiendo a sus congéneres y amigos de que se alejaran cuanto pudieran, y al final el lago silencioso y vacío, como si estuviera inerte. 

En una de aquellas mañanas, cuando más resonaba el eco chirriante de su graznido desesperado, Jarro vio venir hacia él, deslizándose sobre el agua, uno de esos falsos nidos flotantes que construyen también los cazadores con juncos y cañas para engañar a las aves. Cuando el nido estuvo ya bastante cerca, de forma que quedaba oculto por el propio cuerpo de Jarro, surgió de entre el musgo que formaba el centro una diminuta figura humana, la más pequeña que Jarro hubiera visto nunca. 

—Vengo a liberarte. Prepárate para volar.

Apenas unos segundos después el nido de juncos acostó contra las plumas de Jarro, mientras una bandada de ocas salvajes se dibujaba en el cielo, sobre sus cabezas, a gran altura. 

El cazador salió de su escondite y disparó repetidas veces hacia las ocas, aunque estaban demasiado lejos para ser alcanzadas.

El diminuto personaje saltó a lomos de Jarro y cortó la cuerda que lo mantenía prisionero con un pequeñísimo cuchillo. 

—¡Ahora! —dijo dirigiéndose a Jarro, mientras descendía de nuevo hasta el nido.

Jarro extendió sus alas para emprender el vuelo y ponerse a salvo antes de que el cazador pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando. Pero no había contado con César, que se avalanzaba ya sobre él para impedir que se alejara.

El hombrecillo encaró entonces al sabueso:

—Si eres tan leal como pretendes, no permitas que un animal sirva de reclamo para matar a los de su propia especie.

César gruñó, sorprendido y confundido. Pareció dudar unos segundos, mientras Jarro sentía cómo las fauces de quien fuera su amigo se ablandaban hasta parecer más una caricia que un ataque.

—Vete de aquí y no vuelvas nunca—dijo César por fin, alejándose de Jarro —De todas formas, eres un pésimo reclamo.

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