El habitante elefante

Álex R. Bruce

© Álex R. Bruce, 2023
Publicado por La Pajarita Roja Editores dentro de la colección de relatos
Miss Polígono Industrial mordiendo
© Ilustración realizada con imágenes de
Maja7777 y Gordon Johnson en Pixabay
Diseño web:
Eduardo Gayo López


Un hilo de sangre se deslizaba como una lágrima por el pómulo de Joe May, que yacía sobre el asfalto de la calle Filbert en San Francisco. Su cuerpo atravesaba oblicuamente el carril izquierdo, con un brazo extendido en dirección de la pendiente. 

Los disparos habían resonado como truenos en la quietud del barrio dormido. 

Un hombre con la cara cubierta se acercó al cadáver, registró los bolsillos, abrió la cremallera de la cazadora, recorrió con las manos pecho y piernas… Buscaba un objeto robado de su empresa, una cápsula cilíndrica de bordes redondeados cuya existencia no debía conocerse. 

Vio las caras de los vecinos por las ventanas, las puertas entornadas, una niña con un móvil en las manos. Tenía que salir de allí. 

Antes de huir, cogió la mochila empapada de sangre que había junto al cuerpo, ansiando encontrar en su interior lo que buscaba; una esperanza vana, pues, con el impacto del primer disparo, la cápsula había escapado de entre los dedos de Joe May y ahora se encontraba a cientos de metros de allí, en un viaje cuesta abajo por la pendiente de la calle Filbert. 

Una ardilla voladora oteaba el horizonte desde lo alto de un álamo de la plaza Washington. La cálida luz del alba tintaba las torres de la iglesia de San Pedro y San Pablo. Las orejas de la ardilla se erizaron de pronto. Había oído un sonido familiar. Vio el camión de San Francisco Nuts bajando por la calle en dirección al puerto. Si lograba darle alcance en el cruce, recibiría el premio de un copioso desayuno. Como una acróbata frenética, bajó por las ramas del árbol y brincó por encima del muro que circundaba el parque para acabar frenando en seco en la acera.

El camión estaba parado delante del semáforo pero el paso de los coches no le permitía cruzar. Entonces vio algo en la cuneta: un fruto seco de aspecto peculiar. Tras husmearlo un instante, lo cogió con las patas delanteras. La cáscara era lisa y resbaladiza. Trató de romperla con los dientes, pero apenas le practicó dos leves incisiones. Al levantar la cabeza, comprobó que tenía vía libre. Con el fruto en la boca, atravesó la calzada y entró de un salto en el remolque del camión. Allí encontró su anhelado tesoro, una cornucopia inabarcable de nueces de California. Trepó por una pila hasta llegar a la caja más alta, se sumergió en ella y avanzó ansiosamente entre las bolas rugosas de sonido hueco. En un momento dado, dejó a un lado la cápsula que había recogido en la calle para concentrarse en la hermosa nuez que tenía entre las patas e hincarle el diente con infinito deleite.  

Cuando acabó su turno en la fábrica, Didier Martin pasó por la gasolinera para comprar sidra. Luego no fue a casa, sino que estuvo caminando por la zona industrial de Arlo. A esas horas no había nada más que hacer en aquella ciudad de mierda, donde hasta las moscas se suicidaban de pura desidia. 

Los despidos comenzaban aquella semana y Didier era un firme candidato a la picota. Excelentes condiciones de trabajo y sueldo, le habían dicho, pero te despachan a la primera de cambio. Sinceramente, se había quedado sin ideas. No volvería a Bruselas; a su edad, nadie le daría trabajo.

La acidez de la sidra empezaba a hacer mella en su estómago vacío. Se detuvo ante un contenedor. Dentro había trozos de hormigón, ladrillos, plásticos, latas de cerveza, cáscaras de nueces… Un pequeño objeto le llamó la atención. Era una cápsula cilíndrica, del tamaño aproximado de una pelota de ping-pong, idéntica a un componente de un producto que elaboraban en la fábrica. La sacó del contenedor para observarla de cerca. Desde luego, se parecía, pero no era exactamente igual. La cobertura exterior era más gruesa y pesaba algo más.

En su mente empezó a cobrar forma una retorcida venganza, un acto sucio y absurdo que no le aportaría nada, pero solo imaginarlo le provocó un oscuro regocijo.

Martina fue corriendo a su cuarto con el huevo Kinder que le había regalado su papá, impaciente por saborear el delicioso chocolate blanco y descubrir el juguetito que se escondía en su interior.

Pero esta vez, la capsulita era distinta. Era de un color amarillo más pálido y pesaba más. Intentó abrirla estirando con todas sus fuerzas, pero parecía que la hubieran pegado con Super Glue; así que fue al cajón de las herramientas para coger un martillo y un destornillador. 

Tras asestarle varios golpes, logró clavar el destornillador en la cápsula. Unas gotas de líquido viscoso salieron por el agujero. La niña siguió golpeándola hasta partirla en dos. Una de las mitades salió disparada por la ventana, la otra se quedó girando sobre la mesa. Dentro había algo, como una bolita rosada, una criaturita acurrucada en el interior. 

El ser empezó a moverse lentamente. Primero aparecieron sus ojos, como dos rayitas minúsculas. Luego, una especie de tentáculo comenzó a tantear las paredes de la cápsula. La criatura se estiró hasta sacar de la cáscara la parte superior del cuerpo. Era un elefantito más pequeño que una cría de hámster chino. Ahora se movía a trompicones sobre la mesa. Martina lo miraba maravillada. ¡Era el mejor regalo que le había salido nunca en un Kinder Sorpresa! Extendió la mano para que el animalito se subiera. Antes de hacerlo se detuvo ante los dedos de la niña para examinarlos, succionando levemente con la trompa. Después escaló la mano hasta alcanzar, exhausto, el centro de la palma. Entonces se sentó sobre sus cuartos traseros y simplemente se quedó mirándola, de forma tranquila, con cierta curiosidad.


1 thought on “El habitante elefante

  1. Muy original y ameno

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