La cabeza de Dora

Assunta Gleria

La testa di Dora, Assunta Gleria, 2018

Título original:
La testa di Dora
© del texto y de las ilustraciones
Assunta Gleria, 2018
© de la traducción:
Lola Montero Cué, 2020
© de esta edición digital:
Líbere Letras, 2020
Asociación Líbere Educación y Desarrollo
bajo licencia CC-BY-NC-SA 2.0
Diseño Web:
Eduardo Gayo López


Dora solía reservarse al menos una noche a la semana para sí misma, a fin de dedicar a los pensamientos inconclusos de los últimos siete días la atención que reclamaban.

El ritual era siempre el mismo: sentada en la mesa, junto a la lámpara, pasaba primero revista parsimoniosamente a los objetos familiares. Comenzaba por el portalápices de piedra clara. Luego su mirada recorría los estantes de la biblioteca, navegando por los libros y sus gastadas tapas de cuero, y finalmente se posaba en el blanco de la cortina, donde quedaba atrapada durante un buen rato, confundida entre sus tramas y urdimbres.

Tras ese ejercicio, todas las ideas a medio acabar que habían revoloteado entre su frente y sus sienes durante aquellos siete días encontraban su otra mitad y se acomodaban con satisfacción en algún rincón de su cabeza.

A veces, sin embargo, las más jóvenes parecían empujar a las más viejas hasta algún abismo, donde quedaban sepultadas y anegadas, finalmente, en el olvido. Por eso Dora había decidido anotar todas las ideas bien formuladas en hojas numeradas, que después ordenaba por temas y archivaba en cajas de cartón.

Se sentía satisfecha con aquel trabajo y se felicitaba por el invento, que le permitía mantener su cabeza limpia, clara y ordenada.

Idea tras idea, sin embargo, las hojas habían ido aumentando y, con ellas, la necesidad de cajas cada vez más grandes que habían terminado por llenar todos los rincones vacíos de la casa.

El problema era también que Dora tenía que viajar con frecuencia.

Al principio, se las había arreglado para llevarse con ella las cajas organizadas con tanto esmero. Después, el equipaje había ido creciendo hasta cobrar dimensiones desproporcionadas y los viajes se habían convertido en un fastidio.

Tenía que tomar una decisión: cargar con todas las ideas suponía un equipaje cada vez más voluminoso, que tendría que acarrear de un hotel a otro, soportando el descuido de los portamaletas. Otra posibilidad era realizar una selección de las más importantes, que vincularía entre sí con breves reseñas.

Esta última solución le pareció, sin duda, la más práctica, por lo que terminó adoptándola.

Un día, en un transbordo un poco precario, su equipaje había caído al mar y Dora lo había visto hundirse entre las olas verdosas de un puerto oriental. Jamás se había sentido tan perdida.

¿Qué haría ahora sin sus ideas y sin las conexiones que le permitían entender lo que estaba viviendo?

Tal vez –pensó– sería posible reconstruir las grandes ideas con los pasajes que había dejado archivados en su casa.

Interrumpió su viaje de inmediato y emprendió el regreso en cuanto pudo.

La casa había estado cerrada durante demasiado tiempo. El gato se había ido y los ratones, sin guardián que los ahuyentara, habían roído todo, papeles y cartulinas, cajas y cartones. De las ideas de Dora, no había quedado ninguna. Hasta las más pequeñas se habían deshecho, pulverizadas, inservibles para conectar nada.

Entonces su cabeza, aliviada del peso de tantos archivos y ya sin la preocupación de buscar conexiones, se desprendió ligerísima de su cuello y se alejó volando por la ventana, impulsada por el viento, que había hinchado la cortina blanca como una gran vela.

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