Autónoma

(Extracto de Otra)

Natalia Carrero



© Natalia Carrero, 2022
Extracto de la novela Otra
© Editorial Tránsito, 2022
Diseño de cubierta de la novela:
© Donna Salama
Ilustración:
© Natalia Carrero, 2022
Diseño web:
Líbere Letras, 2023
Asociación Líbere, Educación y Desarrollo,
bajo licencia CC-BY-NC-SA


En la familia de la que casualmente procedo, las pasadas navidades aún se estilaba una abundancia obscena para estos tiempos de calentamiento global y de llamada hipócrita a la moderación y los recortes. Para no ser menos cometí el delito de hacer todo lo posible por exagerar la alegría, hasta que después de cierto sorbo de cierta copa imposible de recordar alcancé el punto de no retorno.

Harta de ser considerada una que siempre ha vivido de sus parejas, fortalecida por el vino con denominación de origen que corría de mano en mano entre los comensales del banquete con marisco, decidí anunciar en los postres mi inminente cambio de estatus. En adelante pertenecería a la clase de mujeres emprendedoras. Sería autónoma. Me lanzaba a mi primera andadura laboral por cuenta propia.

Las miradas centradas en mí se mostraron algo escépticas. Fui sometida a un interrogatorio que traté de responder subiendo el volumen de la emoción, a ver si se contagiaba. Por el momento contaba con una previsión de clientes fijos, la mayoría mujeres a quienes había afianzado de viva voz durante los pasados meses, y con el optimismo terco de quien asegura que todo irá bien, sin tenerlo nada claro.

Mientras mi cuñada rubia grababa con el móvil las montañas del desmesurado tiramisú casero, empecé a desatar mi verborrea. Sin el menor reparo confesé que en el nuevo año ganaría dinero por primera vez en mi vida. El entorno conservador que celebraba la tradicional cena con árbol, velas y espumillón de fondo me miró de reojo como si lo mío fuera un caso perdido. Un par de sonrisas complacientes lo reconfirmaron.

Felicidades, dijo mi tío Héctor mientras proponía otro brindis. Qué buena idea, coreó la prima Cristina, frunciendo como pudo el bótox de los labios. Tras el tintineo de copas y cejas arqueadas, cada grupo volvió a sumergirse en la conversación que acababa de ser inoportunamente interrumpida.

Sentí la decepción escalando en vano por mis cuerdas vocales. Volvería a perder los papeles emborrachándome otra vez para ser fiel a la costumbre. Ante esta audiencia que creía conocerme mejor que yo misma, mi persona carecía de credibilidad. Aunque moviera los labios y me esforzara en emplear las palabras correctas para comunicarme, cuanto yo aportara a la mesa recibiría al instante un tratamiento eliminador.

El giro monumental de la noche lo procuró un sorbo indeterminado, un vino de no sé qué cosecha que mi fisiología no pudo soportar, y por eso seguí bebiendo. Al instante mi voz se tornó cáustica, acerada y mordaz. Cínica y dionisíaca. Tropas de las bacáridas a mí. Entonces sí que hablé fuerte y rápido. A través de mi lengua hablamos tantas mujeres reducidas a la nada, tomamos la palabra y emitimos rotundidades sin tapujos para arremeter contra todos los comensales. Fundido en negro.

Lo que vi en la resaca no debería decirlo. Era demasiado pronto para confesar lo contrario a lo que había estado proclamando con insistencia en los últimos meses. Ni yo misma me creía mi deseo de trabajar y ser productiva; menuda falacia esa confabulación a favor del sistema. Lo que me gustaba realmente era no hacer nada.

¿Por qué solo bajo el influjo de cierta cantidad de alcohol conseguía soportarlo, decir sí a la vida verdaderamente deseada, olvidándome de convenciones laborales y sociales? Hay que reconocer que quienes bebemos demasiado para problematizar hasta la exasperación ideas que en realidad tenemos cristalinas en el fondo debemos de ser idiotas. Nos hacemos daño.

Me acuerdo del último encuentro con Lola, cuando cometí el desliz de sacar a lo bonzo mi arraigado sentimiento de inutilidad. Bebí más rápido que ella, para variar. Lola diseña joyas con materiales reciclados. Solemos quedar en el Barrio de las Letras, cerca del taller que comparte con unos artesanos de la madera. Me enseña y me cuenta lo que está haciendo y salimos a alguna taberna de la zona a tomar vino blanco y las tapas que se tercien.

Esa vez le ofrecí una sesión de autorretratos de mi parte monstruosa. Seguramente yo ya iba con mis vinos puestos y era un simulacro de la doctora Hyde. Mi lengua acelerada parecía que iba a salir despedida contra la luna del escaparate de viandas regionales.

Lola desplegó su buena educación como hija de diplomática. Me animó a que hiciera algo de una vez y me dejara de quebrantos y lamentos. Podrías abrir un negocio de compra-venta, hoy me ha llegado información de una nueva plataforma, luego te paso el enlace. Además, hay subvenciones para emprendedoras tardías como tú.

Me atrapó la visión repentina del mundo como lugar en el que no importaba tanto ser feliz como dedicarse a realizar toda clase de acciones y transacciones destinadas a la compra-venta. Yo también podría intercambiar objetos y dinero sin un ápice de sentimiento. Letra por letra, ojo por ojo, valor por contravalor. Seguir haciendo caja.

Voy a cumplir cuarenta y nueve. Si no me pongo ya las pilas, ¿cuándo? Me había resistido, en parte, porque deseaba preservar cierta vena poética que en alguna ocasión advertí que latía en mis ganas de complicarlo todo. Ahora que esas palpitaciones me parecían residuos de un pasado más bien deprimente, por fin había llegado el momento de dar el salto. Adiós poeta, bienvenida nueva emprendedora.

De repente me encontré anotando en el móvil la filosofía que Lola me dictaba: La humanidad ahora se llama clientela; incluso cuando crees estar vendiendo algo sigues siendo cliente porque al mismo tiempo estás pagando por las condiciones para poder realizar tu transacción.

Desde el nacimiento hasta la muerte, nunca se deja de ser cliente. No es una rima sino la realidad.

En la Agencia Tributaria aguardé el turno en una amplia sala de espera, pantallas con números y letras, aire acondicionado temperatura polo norte. Mi turno, mesa II. Cuando el funcionario con piercing me preguntó en qué consistía mi actividad laboral, emocionada ante la novedad de la pregunta en un contexto tan oficial, no supe explicarme del todo bien. Rellene los impresos.

Al llegar a casa con la lengua fuera por la ola de calor, solté los impresos y abrí una cerveza bien merecida. Había superado los obstáculos de una burocracia que nunca llegaría a comprender. Como no estaba lo suficientemente fría metí dos botellines en el último cajón del congelador.

No tardaron en entrar unos correos algo crípticos relacionados con mi nuevo estatus. Qué eficacia, la Agencia Tributaria. Contenían advertencias y enlaces que traté de estudiar como la buena alumna que alguna vez dejé de ser, plenamente consciente entonces de la decisión: nunca más volver al redil, vivir perdiéndome fuera donde fuera, en el fondo del vaso o del callejón sin salida de la vida moderna.

Y sin embargo aquí me encontraba ahora. Yo misma había iniciado esta especie de corrección que la Mónica combativa del pasado calificaría de inadmisible. Abrí el congelador y saqué una cerveza.

Uno de los enlaces remitía a una página del Ayuntamiento que publicitaba facilidades para que las mujeres saliéramos impecables de casa rumbo a una oficina, local o sótano rehabilitado al estilo del taller de Lola. Saqué el segundo botellín del congelador para que no se helara. Perdí la mañana entrando y saliendo despedida de una de las secciones más sofisticadas de la web. Se accedía con unas claves que me habían entregado en la Tesorería de la calle de las Tres Cruces. Hora de seguir bebiendo.

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