Colectivo La Alhóndiga-Sector III
© Del texto:
Rosa Muñiz y Santiago Hueva, 2021,
miembros de los talleres de escritura creativa La Alhóndiga y Sector III,
dirigidos por Ángeles González y Mercedes Almorox
Relato colectivo
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2021
bajo licencia CC-BY-NC-SA
© de la imagen:
Franck Vervial, 2013, en Flickr (retocada con filtro)
Diseño web:
Eduardo Gayo López
Cuando aquel 14 de marzo decretaron el estado de alarma, mi hija se encontraba de viaje y confinada en otra ciudad. Como se iba por pocos días, me había dejado a cargo de su perrita Luna, aun sabiendo que no me gusta tener animales en casa. Nunca me había sentido tan mayor hasta que oí que los que pasábamos de los 65 años no podíamos salir, ni que nadie entrara en casa, pues éramos los más vulnerables al virus. Así que me quedé solita con un animalito inquieto mordiéndome el sofá y ladrando a todas horas.
El confinamiento se fue alargando cada vez más y cada día me acordaba más de mis nietos, de sus risas, besos, y de los achuchones que yo les daba. Tenemos la mala costumbre de ignorar los pequeños detalles y el valor que tienen.
Los truenos y relámpagos de una noche de tormenta me despertaron y, al no poder conciliar el sueño, me fui al sofá del salón. No sentía ningún dolor, solo me encontraba triste, cansada, muy sola y con el pensamiento puesto en otra parte. Un gruñido cerquita de mí me líberó de aquellos pensamientos. Era Luna, la perrita. Estaba acurrucada, parecía muy asustada. Era la primera vez que veía aquella mirada de pánico en sus ojos. Al animal no le hizo falta hablar, un solo gesto vale más que mil palabras.
La cogí, y en ese mismo instante comprendí que éramos dos seres asustados que necesitaban un abrazo. Sentí su calor y poco a poco los latidos acelerados de su corazón se fueron tranquilizando. Mientras tanto, en el exterior seguían los relámpagos y retumbaban los truenos.
En estos meses de confinamiento he comprendido que necesitamos el contacto físico de los otros para sentirnos personas.