Hombre que marcha de noche

Grey Owl

Prólogo del libro de relatos Tales of an empty cabin, publicado por Lovat Dickson Limited Publishers, Londres, 1936
© Grey Owl, 1936
(Obra del dominio público)
© de la traducción:
Lola Montero Cué, 2020
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2020
bajo licencia CC-BY-NC-SA
Imágenes:
Beaver in a canoe with Grey Owl y Grey Owl feeding a beaver a jelly roll © Library and Archives Canada
Diseño web:
Eduardo Gayo López

A todos los hombres del Gran Norte, blancos o pieles rojas, y a cualquiera que lea estas historias sobre los moradores de la Naturaleza con empatía y espíritu abierto. En especial, a todas esas almas en las que vive la nostalgia del Gran Bosque Boreal, libre y virgen, y a las que el destino solo permitirá contemplar su esplendor  entre las páginas de un libro.

Grey Owl

El hombre que llamamos civilizado suele considerarse a sí mismo el rey de la creación y tiende a pensar que todo lo que existe en este planeta está ahí para su conveniencia, que todos los animales (por no hablar de los miembros de su propia especie que ha «sometido») están en la Tierra para servirlo. Y ello a pesar del hecho de que muchos de esos seres que considera «atrasados» son a menudo tan inteligentes como él, e incluso muy superiores físicamente en general, pues son innumerables las criaturas que, en igualdad de circunstancias, de «hombre a hombre», por así decir, podrían cortarle la hierba bajo los pies hasta dejarlo acorralado en menos terreno del que ocupaba al nacer.

Sin embargo, la mayor conciencia acerca del valor de todas estas criaturas y el reconocimiento creciente de sus derechos están operando en los últimos tiempos un cambio bastante extraordinario en la opinión pública, al menos entre los más tolerantes y los más honestos. Y sucede que, mientras hace veinte años se consideraba ridículo tratar con amabilidad y respeto a quienes hasta entonces se estimaban muy inferiores a nosotros en el orden natural, hoy la crueldad hacia animales inocentes y desvalidos y la opresión y sometimiento de los pueblos libres y orgullosos de serlo, aun cuando tengan niveles de desarrollo relativo diferentes, suscitan una severa desaprobación.

La Naturaleza ya no puede seguir considerándose el terreno de juego del vándalo, o un arca del tesoro que pueda ser expoliada por el primero que llegue para su beneficio personal. El ser humano ya no debería penetrar en la Naturaleza con la obsesión del conquistador, el complejo de superioridad del cazador, o cualquier otro tipo de arrogancia, sino con el asombro y la veneración de quien cruza el umbral solemne de un antiguo templo de admirable arquitectura. Porque muchos de esos hombres que se consideran señores de todo lo que se les ofrece a la vista deberían quitarse no solo el sombrero, sino también los zapatos al entrar en el Bosque Boreal, e incluso sentirse agradecidos si pueden mantenerse erguidos una vez dentro.

Es muy posible que no tengan más remedio que hacer estas cosas, porque el Bosque, tarde o temprano, te recuerda quién eres. Soy muy consciente del modo en que a mí me ha forzado a la humildad; haber pasado tanto tiempo bajo la presencia serena y majestuosa de los árboles, unido de por vida a criaturas tan poco dotadas para el engaño y la malicia que serían incapaces de traición alguna, y en compañía de hombres que a veces olvidan que son el regalo de Dios al Universo, en una región en la que la inmensidad inconmensurable de lo que me rodea es omnipresente, ha hecho disminuir muchísimo en mi interior la noción de mi propia importancia en el esquema general de las cosas.

Son reflexiones como esta las que terminaron por provocar en mí una aversión a la caza y un sentimiento creciente de alianza con esas inofensivas e interesantes criaturas que habitan conmigo en esta región de sombras y de silencio. Así que, finalmente, abandoné mi rifle y mis trampas en un rincón y, como un San Pablo, me propuse mejorar la existencia de aquellos a los que había perseguido anteriormente.

Para que ese propósito fuera algo más que un ideal y se concretara sobre una base razonablemente práctica, era necesario poner a la opinión pública de mi parte, generando su interés. Para ello, no bastaba solo demostrar que sabía de lo que estaba hablando, sino hacer que el público lo viera. Y por esa razón creé mi colonia de castores, la llamada Casa de los MacGinnis. Bueno, también, en muy buena parte, para disfrutar de la compañía de estos animales de tan viva inteligencia, que se apegaron a mí con su natural docilidad y amabilidad y me honran con la fidelidad de un perro bien entrenado. Todavía siguen conmigo. Su comportamiento, en general, así como las notables aptitudes mentales que manifiestan, me convenció de que salvar a estos animales, tan provechosos y valiosos, merecía realmente la pena. Han demostrado ser dignos representantes no solo de toda la fauna salvaje de América del Norte, sino también de la Naturaleza entera. Con su atractivo casi humano y su comportamiento tan similar al de los niños, han terminado convirtiéndose en poderosos aliados para mi objetivo posterior y más ambicioso: la defensa de toda la vida salvaje en general. Son luchadores de primera línea, el vértice más avanzado de mi cuña de ataque.

Sin embargo, no podía hacer todo esto yo solo. Mis recursos eran mínimos para mantenernos a mi mujer y a mí, y además tenía que empezar a ganarme la vida en un oficio que apenas conocía, tras haber renunciado a lo único que sabía hacer, que era cazar. En determinado momento, con el idealismo pragmático que caracteriza su política de conservación de la fauna, el Gobierno canadiense y, más concretamente, el Departamento de Parques Nacionales, examinó mis actividades, adoptó el proyecto y me instaló en uno de sus grandes espacios protegidos, dándome entera libertad para llevar a buen término mi objetivo sin preocuparme por el problema de la subsistencia.

A través de artículos, libros y películas y, más tarde, también mediante conferencias, mis esfuerzos han dado algún fruto. Pero todavía queda muchísimo por hacer, y me temo que mi gente, tanto humanos como animales, estén pendiendo de una rama que, si bien todavía no se ha roto, se inclina a veces de forma muy peligrosa. Como escritor y conferenciante tengo poca experiencia y quizás aún menos pericia. Me doy cuenta de que en todo este tiempo me he estado moviendo en terreno sagrado, mal vestido y con las botas puestas. Pero voy a perseverar. La mayoría de los autores principiantes lo tienen más duro al principio. Yo me temo que los reveses me vengan después. Mientras tanto, mis remos (o mis raquetas de nieve, dependiendo de la época del año), mi hacha ligera de viaje y mi cantimplora para el té descansan en un rincón, pero bien a mano, por si en cualquier momento los necesitara. Así que nada me tomará desprevenido; y el hecho de estar tan verde como escritor, quizás sea el color que mejor me proteja en la guerra en la que tengo que luchar, pues se mezclará muy bien con el follaje del bosque en el que puede que tenga razones para haber deseado quedarme.

Confieso que a menudo me siento perdido en los últimos tiempos. Mi tarea autoimpuesta es, a veces, muy costosa; me exige suprimir el instinto del nómada que soy. Y en ocasiones me pregunto si conservaré la destreza y la resistencia que tenía, si todavía puedo viajar con tanta facilidad y precisión como antes a través de grandes extensiones de bosque, conocidas o desconocidas, si todavía puedo remar cuarenta millas en un día si las aguas acompañan, o si puedo echarme a la espalda doscientas libras de carga, como solía. Quizás los crampones de mis raquetas de nieve ahora aprieten y quemen mis pies, desacostumbrados ya a la marcha.

Algunas tardes me siento a contemplar la suntuosidad del sol poniente hasta que aparece la luna; o veo a un águila volando en las alturas, a lo lejos, y pienso, de repente, que todos ellos, el sol, la luna, el águila, son libres de seguir su curso natural, pasando ante mí en su camino hacia destinos desconocidos. En invierno me quedo de pie frente a mi lago congelado y rodeado de nieve, en cuyas orillas duermen mis castores, seguros, cómodos y calientes, y siento con exultación la furia de la nevasca, deleitándose en el abrazo rudo de Kee-Way-Din, el viento del noroeste, el compañero de viaje de los indios, soplando desde esa gran tierra solitaria que quizás no vuelva a pisar nunca, en su camino hacia regiones a las que quizás ya no vuelva a viajar nunca. Y ello me despierta una ligera agitación, el palpitar de una rebelión, que he de apagar de inmediato. Debo mantenerme fiel y leal a mis amigos castores.

Aun así, a menudo me asalta una nostalgia insistente de los paisajes de otrora; los rápidos salvajes que hemos bajado gritando de alegría y triunfo, o que hemos remontado sudorosos y a duras penas, venciendo a las aguas virulentas y espumosas en su propio terreno; los apacibles campamentos, la alegre compañía de buenos remeros reunidos a la orilla de un lago o de un río; el estruendo ensordecedor de las tormentas de nieve; y las acogedoras cabañas en el invierno, ahora olvidadas, desnudas y vacías en parajes solitarios, dispersas al azar en las vastas extensiones del Bosque Boreal. Algunas de ellas, sencillas construcciones de troncos que albergaron un hogar alguna vez, han sido engullidas, barridas de la existencia por el flujo inexorable de la colonización. Y donde antes reinaba la paz y la pureza de una tierra indómita, hay ahora, con demasiada frecuencia, suciedad, codicia y destrucción. En el lugar en que se erigía una de ellas ha surgido ahora una ciudad, así de veloz es la marcha conquistadora de la Civilización.

Las construidas en los últimos años se encuentran confinadas en fortalezas naturales todavía más remotas, donde, afortunadamente, los tentáculos de la avaricia comercial quizás nunca alcancen a derribarlas; donde ninguna lengua extraña pueda jamás ultrajar, con su repiqueteo, el solemne silencio que las circunda, allí donde se alzan pacientes y apacibles a través del largo paso de los años, y esperan.

Cada una de ellas guarda al menos una historia acerca de sus nómadas moradores, que entraron y salieron de ellas una y otra vez, para desaparecer al fin y nunca más ser vistos; historias de las criaturas que habitaban en sus inmediaciones –o a veces, incluso, en su interior– o del río, el lago o la charca al lado de los que yacen; historias de la región virgen y misteriosa en la que se encuentran; o acaso leyendas de aquellos que vivieron en el Bosque milenario en épocas ancestrales. Todas fueron testigo de épocas de hambre y de bonanza, de ansiedad y de risas, de triunfos y de desaliento, y de muchas aventuras. Vestidas de su marrón rojizo en el verano, o del verde brillante del musgo en el otoño, o del resplandor blando de la nieve en el invierno, todas se han mantenidos robustas y firmes, resistiendo al poder del Norte. Y, en cierto modo, cada una parece haber vivido a su modo, con personalidad propia, que se ha ido reforzando con cada nueva historia o acontecimiento. Trataré de recordar algunas de esas historias, tal como se las conté alguna vez a Anahareo, mi esposa, cuando nos sentábamos los dos delante de la estufa, con su puerta abierta, en la Casa de los MacGinnis, durante aquel invierno inolvidable que ahora parece tan lejano.

Según escribo estas líneas, mi pluma parece no soltar tinta, sino el susurro del viento nocturno en esos bosques, el gorgeo de los arroyos, el clamor de los rápidos, el sisear de los remolinos de nieve, el chisporroteo y el resplandor del fuego al aire libre. Y con todo ello se dibuja, a veces, una tradición de acento peculiar a mitad olvidada, la de una raza a punto de extinguirse.

Trataré con mi pluma de haceros llegar algo del espíritu romántico, de la grandeza, la belleza y el alma de esta tierra indómita e indomable. Y aunque quizás no esté completamente a la altura de la tarea que me propongo y mis esfuerzos quedarán sin duda muy por debajo de mis elevadas intenciones, quizás el lector encuentre algún interés pasajero en estas historias sobre la gente que habita el Gran Norte y sobre esas otras criaturas más humildes que, aunque dotados de una conciencia más limitada que la que ha recibido el hombre, cumplen perfectamente el propósito para el que fueron creadas y logran el máximo con lo que tienen a su alcance para lograrlo, una línea de conducta que constituye el principal ingrediente del éxito en cualquier trayectoria de vida.

Wa-Sha-Quon-Asin

Beaver Lodge, Prince Albert National Park

                               Saskatchewan, Canadá

                                               Julio de 1936


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