Némesis

Grey Owl

Título original:
Nemesis
Extraído del libro del relatos Tales of an empty cabin, de Grey Owl,
publicado por Lovat Dickson Limited Publishers, Londres, 1936
© Dominio público
© de la traducción:
Lola Montero Cué, 2020
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2020
bajo licencia CC-BY-NC-SA
Imágenes:
Imagen de portada © dominio público (Wikimedia Commons)
Raging © Shawn Harquail (CC-BY-NC), Flickr
Fallen tree © Neil Schofield (CC-BY-NC), Flickr;
(Trabajadas gráficamente a partir de los originales)
Diseño web:
Eduardo Gayo López


Llevaba ya algún tiempo sintiendo a ese hombre acercarse. El toctoc de su vara golpeando el hielo era audible por lo menos a una milla de distancia, pues el sonido se ampliaba y reverberaba a lo lejos, como suele suceder cuando se golpea una superficie helada.

Así se mide la resistencia del hielo al inicio del invierno, a través del sonido. La mano deja la vara columpiarse y caer por su propio peso cada cuatro pasos, igual que el tamborilero maneja su bagueta.

El intervalo entre un golpe y otro parecía indicar aquel día que el hombre golpeaba el hielo cada dos pasos, los pasos de alguien que marcha sin prisa, pero sin pausa. Y cada golpe llegaba a mis oídos con ese sonido de tambor inexorable.

El final del otoño estaba cerca, y yo conocía la fragilidad del hielo, en especial en esa parte de aquel lago grande y de fondo turbio y traicionero, mortal incluso, para el desdichado que pudiera caer en una grieta y quedar atrapado en sus arenas movedizas. El propio lago estaba encajonado entre las negras lindes de un bosque de pinos siniestros, en cuyo follaje no penetraba jamás el más nimio rayo de luz. Más allá se extendían por millas otras zonas pantanosas casi imposibles de atravesar.

Yo solía evitar cuanto podía esa región desolada en mis idas y venidas por las pistas en las que colocaba mis trampas. De repente, recordé el deber de dar cobijo y hospitalidad al viajero cansado, así que avivé el fuego casi extinto, puse a recalentar el té y preparé una suerte de cena con los restos de lo que había comido. Ocupado en estas tareas, me preguntaba qué podría traer a mi territorio de caza a un extraño en plena temporada otoñal.

Mi campamento improvisado no se veía desde el lago, pero el humo del fuego atraería sin duda al caminante, que no dudaría en desviar sus pasos para acercarse a saludar, como suele ser costumbre en la soledad de los bosques. Así que me senté cerca del fuego a fumar y a esperar la llegada del viajero, no sin cierta ansiedad. Pasarse la vida en las pistas agudiza extrañamente los sentidos y algo en su andar me decía que alguien capaz de penetrar de tal modo al interior de mis límites no era un trampero ordinario. Para empezar, había algo peculiar en su forma de tantear el hielo cada dos pasos, como si estuviera marcando un ritmo de andadura, y luego la resonancia que producía con esos golpes inusualmente contundentes, como si llevara una vara mucho más pesada de lo habitual. Pero sobre todo era el ritmo inexorable, regular y constante de los golpes, tan precisos y medibles como el tictac de un reloj gigante. Todo ello presagiaba el avance pertinaz e impasible de un hombre que tiene una misión que cumplir.

Aquel monótono toctoc que yo no dejaba de escuchar mientras esperaba terminó ejerciendo sobre mí una influencia casi hipnótica. Parecía extraño que tardara tanto en llegar. Por muy lenta que fuera su marcha, era demasiado perseverante como para no haberlo traído ya hasta donde yo estaba. Entonces me di cuenta de que el sonido se producía ahora del otro lado de donde yo acampaba. Fuera quien fuera, aquel viajero había pasado de largo, a pesar del humo del fuego y de las huellas ligeras pero perfectamente visibles que había dejado a mi paso por la orilla. Continuaba su camino sin detenerse, algo muy extraño, inusitado incluso, entre los moradores de los bosques, inexplicable también, a menos que el hombre fuera ciego, o fuera mi enemigo.

No hay nadie en el mundo que no se haya hecho, al menos, un enemigo, pensé. Y ello me hizo acercarme hasta el hielo. Pero el caminante estaba ya fuera de mi vista, pues las orillas del lago, irregulares, conformaban meandros profundos e indentaciones caprichosas en las que tender emboscadas sería un juego de niños. Sin embargo, seguía oyéndose el toctoc de la vara, y ese ruido, que antes me había parecido simplemente extraño, ahora me perturbaba como si fuera una amenaza.

Me adentré rápidamente hasta el centro del lago, para tener mejor visión, pero seguía sin avistar a nadie, así que volví a mi tienda, apagué el fuego, tomé mis armas y salí de inmediato en persecución del desconocido. Pronto adopté mi marcha habitual, rápida, a trote de perro, sobre la superficie lisa del hielo, aprovechando la excelente cobertura que me ofrecían esas orillas irregulares y siguiendo la línea sonora de la vara del intruso.

Anduve así durante una hora más o menos. Como no hacía falta que perdiera el tiempo comprobando el hielo por donde el desconocido acababa de pasar, mi paso sería probablemente dos veces más rápido que el suyo. Sin embargo, la distancia entre ambos no parecía disminuir. El tamtam, tampoco disminuía. Resonaba como un enorme metrónomo, más que como una vara. O como alguna suerte de robot, lo que explicaba que siempre mantuviera sus distancias.

El sonido pasó a escucharse a mi derecha y, siguiéndolo, me percaté de que la persecución me había llevado a un entrante del lago profundo y aparentemente interminable cuya existencia ignoraba por completo. Por él seguí detrás del elusivo y desconcertante golpeteo durante millas, siempre a mi paso de trote, y sin que el extranjero se hiciera visible. Emperrado en llegar al fondo del misterio, continué durante muchas millas más, sin siquiera pensar dónde esa especie de alucinación sonora me estuviera llevando, ya fuera por lo ancho del lago o por sus gargantas estrechas o sus canales sinuosos encajados en el bosque, pero siempre sobre la superficie helada y con el invariable y monótono golpeteo como guía.

Terminé encontrándome en un área de mi terreno de caza que nunca había visto antes, una vasta extensión de tierra quemada, inhóspita y estéril, rodeada de una ciénaga impenetrable. No puedo explicarme cómo ese lugar había escapado a mi observación tras varios años recorriendo constantemente ese bosque, y en cierto modo me sentí vejado al pensar que un extraño pudiera conocer mi propio territorio mejor que yo. Aún más, la sola idea comenzaba ya a rayar en lo inexplicable; incluso la apariencia desolada y salvaje del paisaje, con sus árboles toscos y retorcidos agrupados y sus oscuras y siniestras ciénagas, parecían reflejar la atmósfera de extraña irrealidad de mi aventura.

La persecución estaba siendo larga y yo comenzaba a cansarme. Incapaz de seguir corriendo, adopté una marcha más lenta. Y, curiosamente, el inquietante sonido se mantenía a la misma distancia, accesible a mis oídos. Como si el desconocido hubiera notado mi cansancio y pudiera, de algún modo que me era desconocido, adivinar exactamente mi velocidad, calando así su ritmo al mío, sin permitirme jamás alcanzarlo, pero sin alejarse tampoco de mí. Entonces se me ocurrió la alarmante posibilidad de que no quisiera alejarse, de que me hubiera empujado a seguirlo ciegamente, con una ingeniosidad diabólica, hasta una zona que no conocía en absoluto, y por una razón que no podía más que tratar de adivinar. El sol se había puesto y no había luna; La noche estaba cayendo y yo estaba solo en un paraje inhóspito y fuera de pista, a la merced de un enemigo desconocido y, a todas luces, muy hábil. Un sentimiento de profundo malestar comenzó a invadirme. Me detuve y comencé a hacer y a deshacer planes, a cual más expeditivo. Entonces escuché, con una neta sensación de alivio, el ruido de la vara girar hacia el este y alejarse más allá de una línea de árboles. Esta constatación, junto con el hecho de que no había traído provisiones, me decidieron a volver sobre mis pasos. Ya tendría tiempo al día siguiente de volver mejor preparado para resolver ese misterio exasperante. Amenazaba nevada y, en ese caso, el hombre misterioso dejaría sin duda algunas huellas.

Me agaché sobre el hielo y dibujé tan bien como pude la tortuosa trayectoria por la que me había llevado esa caza al hombre, tratando de encontrar un camino de vuelta más directo hasta mi tienda, pero fue inútil. Tendría que volver sobre mis pasos, en medio de la noche.

Emprendí pues el largo regreso hasta el lugar en que había comido. A cierta distancia, a uno de mis flancos, se escuchaba todavía el tamtam infernal, que parecía imposible de dejar atrás. En realidad, estaba de nuevo acercándose. Me paré a escuchar. Sin duda se acercaba, rodeándome desde detrás de la línea de árboles que había visto antes, y que ahora parecía  corresponder a una isla, rodeada de terreno desconocido. De repente, al adentrarme en un recodo del camino, lo escuché justo delante de mí, cortándome el paso y acercándose todavía más. Ya no podía negar por más tiempo la evidencia de que aquel ser, fuera lo que fuera, venía intencionalmente contra mí y, ello, mezclado con mi sentimiento de afronta, se convirtió en algo más que miedo.

El tamtam no cesaba de aproximarse y, sin embargo, no había nadie a la vista; avanzaba con la misma lentitud inexorable, como el tiempo mismo; pum, pum, pum. Ya no parecía un metrónomo, sino el tictac de una máquina infernal que me acosaba, marcando los segundos que faltaban para hacerse conmigo y destruirme. Presa del pánico, me di la vuelta, y el sonido diabólico me siguió, como en una pesadilla. Aceleré el paso, pero seguía oyéndolo a la misma distancia. Bajé el ritmo, cambié de rumbo varias veces, driblé, amagué direcciones que luego no seguí, pero ni con la mayor picardía india logré deshacerme de mi perseguidor demoniaco, como en la peor de las pesadillas.

Me convertí en el perseguidor perseguido, acosado por alguien o algo que podía verme sin ser visto y adivinar cualquiera de mis movimientos. Escapar hacia la vegetación era imposible porque todo estaba cubierto por los troncos de todo un bosque caído, destruido por algún huracán reciente y, en algunos lugares, incluso quemado. Y siempre tras de mí, a un lado o a otro, ese tamtam siniestro que me perseguía sin relente, acorralándome como a un animal. Ahora temía encontrarme con ese alguien al que antes había perseguido y trataba de mantenerme a tanta distancia como me permitía el ancho del curso de agua, porque incluso armado como iba, de qué iban a servirme las armas con alguien capaz de ignorar de forma tan flagrante las leyes de la naturaleza. Empecé a sudar como un condenado.

Las historias del Wendigo comehombres, de los hombres lobo y de los tramperos encontrados muertos con los cuerpos destrozados sin explicación, que hasta entonces jamás había creído, me vinieron a la mente y me dieron sudores fríos.

El horror que me inspiraba lo que ya sabía sobrenatural acabó con el último vestigio de resolución que me quedaba y abandoné cualquier intento de huida organizada. Sabía que me sería imposible alejarme de esa cosa y lo único que intentaba era retardar al máximo el momento en que me atraparía y me impondría su voluntad.

Perdí el sentido de la orientación, y de lo único que me daba cuenta, es de que me estaba adentrando cada vez más en una zona ignota y salvaje que nunca había visto antes; Sin embargo, el terror de aquella presencia desconocida a mis espaldas me urgía a seguir a donde fuera con tal de alejarme de su amenaza invisible. Me sentía exhausto y sabía que no podría continuar luchando por más tiempo. Empezó a obsesionarme la idea de que, si era capaz de salir del hielo, podría alejarme de mi perseguidor pero tenía la impresión de que una fuerza diabólica más allá de mi control me lo impedía.

Entonces descubrí con desesperación que estaba llegando al extremo del lago por el que me estaba moviendo. Imponentes barrancos imposibles de escalar me cerraban el paso a izquierda y a derecha, a medida que avanzaba por la superficie helada, cada vez más estrecha. Al fondo solo se veía un amasijo gigante de troncos y ramas caídos e inextricables. Así que no tendría más remedio que enfrentarme a mi enemigo, hombre, animal o demonio, y defenderme. No me quedaba más que llegar al borde del montón de troncos y adosarme contra él. Al menos me serviría de abrigo contra el frío, al igual que las murallas de roca a un lado y a otro. El sonido fantasmagórico estaba ya casi sobre mí y yo seguía tratando de correr, sin atreverme a mirar hacia atrás, tropezando como si mis pies se hubieran vuelto de plomo.

Con un esfuerzo enorme, llegué hasta mi objetivo y recobré algo de esperanza al descubrir, bajo la última luz del día, una pista estrecha, trazada no hacía mucho, entre el amasijo de troncos contra los cuales había pensado detenerme a esperar. Sin duda, pensé, tenía que llevar a algún hábitat humano. En cualquier caso, me permitía abandonar el lago helado y quizás alejarme de mi perseguidor, cuyo elemento parecía ser el hielo. Así que me precipité sobre la pista con un alivio indescriptible, al sentir bajo mis pies aquella tierra firme sobre la que la vara no podría ya marcar su ritmo aterrorizador. Pero un instante después, me di cuenta, demasiado tarde, de que un riachuelo helado corría en paralelo, separado de la pista únicamente por los troncos acumulados que lo disimulaban de forma intermitente. De nuevo, mi estrategia desesperada daba ventaja al enemigo.

A punto de reventar de agotamiento, con la cara perlada de sudor y jadeando, fui atravesando como pude el túnel de troncos, mientras el tam tam incesante seguía batiendo el ritmo de un horror sin nombre en mis tímpanos, a lo largo del arroyo helado, como una sombra. Perdí toda esperanza de huida. Me sentía marchando al lado de la muerte.

Fue entonces cuando, para mi indecible alivio, percibí un claro que se abría ante mí, y en él un grupo de cabañas de madera. El arroyuelo brillaba ahora a descubierto, y en su orilla un grupo de hombres se agrupaba en torno a algún objeto largo que yacía sobre el suelo. Corrí hacia ellos como quien ha escapado al diablo y me precipité a contarles lo que me había sucedido, con el ruido infernal escuchándose todavía muy cerca. Para mi sorpresa, me miraron con dureza. Ninguno me respondió, por lo que un tenso silencio se hizo paso, como el que se dedica a un visitante no bienvenido a una reunión, hasta que un hombre me señaló y dijo:

–Ahí está. Es él. Que vea lo que ha hecho.

Al oír estas palabras, el grupo se abrió dejando ante mi vista el cadáver de un adolescente atrozmente mutilado, asesinado ciertamente con una crueldad bestial.

–¿Qué ha pasado? –pregunté, aun habiéndome percatado con indecible horror de que aquellos hombres me tenían por culpable. Mi pregunta quedó en el aire mientras todas las miradas se volvían hacia mí con hostilidad.

Aquellos hombres, que tenían la apariencia de tramperos o de buscadores de oro, me eran completamente desconocidos. Su calma glacial y su actitud determinada me anunciaban una perspectiva muy sombría.

Traté de defenderme, de decirles quién era y por dónde había estado en los últimos meses, pero mis palabras y argumentos eran torpes, como sucede a cualquier inocente al que se le acusa de algo que no ha cometido. Mientras balbuceaba incoherencias, los hombres no parecían ni darse cuenta de que estaba hablando. Se limitaban a mirarme con el mismo silencio de piedra y la expresión de una determinación inexorable. Finalmente, volvió a hablar el hombre que me había acusado al llegar.

–Acabemos con esto antes de que caiga la noche. Aquí llega el padre de la víctima. Que decida él.

En ese mismo instante llegó por fin hasta mí el latido sobrenatural que me había conducido hasta aquel desenlace fatal. Cuando lo sentía justo detrás de mi hombro, cesó de repente. Me di la vuelta y vi por primera vez a mi perseguidor.

Era un hombre viejo vestido con pieles de ante descoloridas y armado con una pesada pica de hierro. Su cuerpo estaba tan enjuto, tan falto de carne, y su aspecto resultaba tan extraño y salvaje que parecía un cadáver salido de su tumba o un espectro venido de otro mundo. Los mechones de pelo blanco y fosco le caían sobre los hombros, una barba sin cuidar le cubría casi toda la cara. Sus ojos, fijos sobre mí, refulgían con tal odio y maldad que me helaron hasta la médula de los huesos.

Sin decir palabra, avanzó lentamente hacia mí levantando la pica que me había conducido hasta ese destino aciago y que sería el instrumento de su venganza, tan justa como mal atinada.

Caería hecho trizas al primer golpe de aquella pica, derecho inalienable del padre ultrajado. Consternado por el horror, alcancé a decir:

–¡Espera, por favor! ¡Yo no soy quien estás buscando!

Trataba de buscar en mis bolsillos algo que revelara mi identidad, con mis dedos entorpecidos por el pánico. Dos hombres se me echaron encima para que no escapara al golpe certero que iba a caer sobre mí. Con un esfuerzo desesperado, logré desasirme al tiempo que una luz potente me cegaba…

Entonces me desperté.

El dueño del pequeño albergue cercano a la frontera en el que estaba pasando la noche me sacudía con violencia con una mano, mientras con la otra alumbraba mi cara con su lámpara.

Entonces mis oídos reconocieron el tictac regular y sonoro del gran reloj que colgaba en el muro, muy cerca de mi cama.


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