¡Ay, de los pájaros!

Crónica

Susan Fenimore Cooper

Paloma pasajera (ectopictes migratorius) – Wikipedia

© Susan Fenimore Cooper, 1893
(Obra del dominio público)
Título original: A Lament for the Birds
Crónica publicada originalmente en Harper’s New Monthly Magazine, 87 (agosto de 1893): 472-474
© de la traducción:
Lola Illamel, 2021
© de esta edición digital:
LíbereLetras, 2021
bajo licencia CC-BY-NC-SA
© Imagen de portada del dominio público
Diseño web:
Eduardo Gayo López


Hace unos cuarenta años apenas, las colinas que enmarcan el curso alto del río Susquehanna 1 estaban coronadas por una solemne cresta de pinos con forma de lanza, tanto vivos como ya perecidos, que se elevaban a gran altura sobre el bosque inferior. (Esos viejos pinos han caído ya casi todos, en esas colinas que rodean el lago Otsego.) Los árboles aún vivos mostraban un escaso follaje de verticilos irregulares del color verde oscuro típico del pino blanco. Muchos otros eran meros esqueletos grises, como fantasmas arbóreos, destruidos por los incendios forestales, pero todavía erguidos a pesar de estar muertos. Es sorprendente cuánto tiempo un pino de la especie de los estrobos llega a conservar su forma original sin rastro de vida en su médula, aunque sea sacudido por medio siglo de tormentas. Hoy en día, esas mismas colinas dejan asomarse la línea abovedada del cielo tras el bosque más joven, especialmente en verano, cuando todos los árboles están en pleno follaje. Aquellos viejos y altos pinos han sido todos sesgados por el hacha.

Si los árboles tuvieran lengua, como los poetas quieren hacernos creer, esos viejos pinos silvestres podrían habernos narrado historias sobre la vida de los pájaros en el pasado que nos habrían resultado insólitas.

Es muy posible que el gran pelícano blanco, la mayor de las aves acuáticas, haya flotado antaño en el lago Otsego. Esa ave, de tamaño majestuoso y hermoso plumaje blanco, a pesar de sus torpes movimientos y lo aparatoso de su enorme saco gular, ha tenido en el Viejo Mundo una larga historia, velada por su propio mito. En nuestro continente, se dice que frecuentaba los lagos y ríos interiores más que la costa. Cabe imaginarlo merodeando por algún recodo boscoso del Otsego, con su nido a la sombra de los rosales silvestres o de las azaleas de un siglo ya acabado. La punta de flecha de sílex que recogimos ayer entre la grava de la orilla del lago puede haber sido lanzada contra el gran pelícano por algún cazador mohawk que viviera durante la edad oscura de estas tierras. 

Sin duda, el hermoso cisne blanco también habrá flotado sobre el Otsego. Esta graciosa ave, que prefiere las aguas interiores, sigue anidando en la región de los Adirondack, donde hay muchos lagos y estanques. Los montes de Allegheny, aunque cuentan con grandes ríos, tienen pocos lagos. Uno de los más septentrionales es el lago Otsego. Sin duda, el cisne blanco ha visitado sus aguas en años no muy remotos.

Pero dejemos los misterios del pasado, mitad realidad y mitad fábula, y volvamos a los primeros años del presente siglo. A partir de ese momento tenemos un registro certero de la vida de las aves. Ha habido grandes cambios entre las tribus de plumas durante todo este siglo.2

Muy de destacar es la historia de nuestra paloma pasajera, un ave autóctona e idiosincrásica de América del Norte, desde el Golfo de México hasta la Bahía de Hudson. No solo por el interés que reviste, sino por lo excepcional de algunos de los detalles de esta historia. El ave en sí, tomada individualmente, como sabemos las gentes del campo, es de porte elegante y de plumaje color pizarra, muy agradable, matizado por una pálida sombra rojiza en el pecho. Es muy amable y pacífica, totalmente inofensiva, e incluso tímida por naturaleza. ¿Quién creería que, hace apenas un siglo, unas aves tan dulces como estas fueran capaces de atravesar al vuelo el interior del continente en bandadas tan numerosas que oscurecían el sol de mediodía como si se tratara de un eclipse, mientras el incesante y rápido movimiento de millones de alas provocaba un estruendo que hacía pensar en la venida de un tornado? Hombres de ciencia precisos y experimentados —Wilson y Audubon— nos hablan de inmensas bandadas que recorrían 180 millas cuadradas en Kentucky en un año no tan lejano, 1813. También nos hablan de vastísimas áreas de cría en los bosques del Oeste, de muchos kilómetros de extensión, donde llegaban a contarse noventa nidos en un solo árbol; de posaderos de cuarenta millas de longitud, y varias millas de ancho, cuyo alboroto se oía a una distancia de tres. También cuentan que una columna de estas aves en pleno vuelo podía cubrir hasta 240 millas a lo largo. 

Paloma pasajera (ectopictes migratorius) – Wikimedia Commons

Grandioso ha de haber sido el vuelo sobre el continente de esa inmensa nube alada viviente. Una perfecta maravilla de la naturaleza. No se ha visto nada igual en ningún otro lugar de la Tierra.

Los viejos pinos que hace unos cuarenta años coronaban las cimas de las colinas alrededor del lago Otsego han debido de verse con frecuencia cubiertos de sombra por esas bandadas de palomas pasajeras, quizás no tan espectaculares como las del Oeste, pero aún así de proporciones considerables.

En la madrugada del 8 de junio de 1847, el lago y el pueblo despertaron envueltos en una niebla veraniega. Una gran bandada de palomas pasajeras se desorientó al penetrar en ella y acabó perdiéndose. Un incidente inusitado en su historia. El instinto no pudo guiarlas. Su vista, naturalmente aguda, no lograba atravesar la niebla. Se posaron sobre los árboles más cercanos, en el corazón del pueblo, en nuestro propio césped, en el patio de la iglesia, en los jardines y en los olmos y arces que daban sombra a las calles. Cuando los primeros rayos de sol asomaron por encima del monte Vision, la niebla se disipó y las aves levantaron el vuelo.

A principios de la primavera de 1849, una gran bandada de palomas, constituida por varios miles, según se creyó, eligió como lugar de cría un bosque en el valle del Susquehanna, a unas millas al sur del lago. Los detalles del suceso fueron similares a los observados en los vastos lugares de cría de las regiones más al Oeste: nidos construidos descuidadamente con ramitas, gran número de ellos en estrecha vecindad en el mismo árbol; árboles con ramas partidas, un sordo murmullo de alas… Pero el terreno que ocuparon era mucho más pequeño.

Desde aquellos años no han vuelto a pasar grandes bandadas de palomas pasajeras por el lago Otsego. Solo se han visto algunos ejemplares, en lugares donde antes se contaban por cientos. Si alguien preguntara si se han visto recientemente palomas pasajeras en estos bosques, la respuesta sería «ninguna que hayamos visto o de la que hayamos oído hablar últimamente». ¡Qué cambio en cuarenta años! ¡Ay de la desaparecida paloma pasajera!3

Aunque menos trágica que la de la paloma pasajera, también es triste la crónica de muchas otras aves familiares que antes se veían en alegres bandadas en este valle.

Para quienes tenemos la suerte de vivir en el campo, los pájaros que revolotean en el umbral de nuestras casas y de nuestras ventanas siguen siendo parte de los placeres, más aún, de la alegría, de todos los días. Y, sin embargo, aquí también han sido desoladores los cambios en los últimos cuarenta años. 

Los simpáticos petirrojos, los hermosos azulejos, los joviales y musicales jilgueros y cucaracheros, los elegantes icterus, los pinzones purpúreos, los delicados verderones, los bonitos ampelis, los alegres reyezuelos de moños dorados o rubíes, y esos delicados espíritus, los colibríes… estas y otras familias de pájaros que en el pasado no dejaban jamás de alegrar nuestros céspedes y prados son ahora visitantes raros. Hasta los robustos petirrojos son mucho menos numerosos que antes. 

Incluso en los días de invierno sabíamos con seguridad que las bandadas de vivaces carboneros y sus compañeros más sobrios, los juncos ojioscuros, aparecerían cerca de nuestras casas. Hoy en día podemos pasar semanas tratando de buscar a nuestros pequeños amigos y renunciar decepcionados, o encontrar por casualidad tres o cuatro ejemplares de estas pequeñas criaturas, que antes venían a nosotros en grupos bien nutridos.

Hay menos cambios entre la familia de las hirundínidas que entre otras aves. Tanto los vencejos4 como las golondrinas comunes se ven todavía revoloteando en grandes grupos alrededor de las casas del pueblo y de nuestros graneros en el campo. Son aves muy típicas de América. El vencejo, de aspecto sobrio y anodino, viene sin falta volando con gracia hasta nuestros tejados a finales de abril. Aunque su forma es tosca y sus movimientos muy torpes al andar, su vuelo es singularmente rápido y elegante; es una delicia verlos revolotear sobre el río y el lago. Las bonitas golondrinas comunes, con sus lomos azul metálico y el castaño brillante de su pecho, siguen siendo fieles visitantes de nuestras granjas, criaturas gentiles y amistosas, que sobrevuelan con elegancia caminos y praderas, y que a menudo se complacen en posarse alegremente sobre los cables del telégrafo. Antes de que se construyeran las casas a la orilla del lago, nuestros pardos amigos, los vencejos, vivían en los huecos de los árboles del bosque, como habrían podido contarnos los viejos pinos desde las alturas. Antes de que se construyeran los graneros, las preciosas golondrinas azules y castañas tenían algunos nidos en las cuevas poco profundas de esas colinas de piedra caliza. En la actualidad, ambas especies se han civilizado, abandonando por completo los bosques.

En los días de otoño, tras la partida de las golondrinas, son pocos los pájaros que quedan para solazarnos. Antiguamente se veían grandes bandadas de petirrojos dándose verdaderos festines con las bayas del serbal o con las manzanitas del espino albar que crecen cerca de nuestras casas. Hoy en día, en esos mismos prados, es probable que solo se vean, y con suerte, tres o cuatro petirrojos juntos. Hace cuarenta años, al pasar por un camino rural a principios del otoño, solían verse alegres bandadas reunidas para su migración anual, disfrutando de los últimos días agradables y alimentándose de las semillas de las plantas silvestres al borde del camino. En una de esas tardes podían avistarse veinte jilgueros agrupados en animada compañía sobre un solo cardo. Hoy en día no llegan a verse más que tres o cuatro de estos pájaros, a lo sumo, en algún matorral del camino.

Cuando en aquellos años comenzaban a caer de los árboles las hojas brillantes del otoño, era una agradable costumbre pasear por las calles del pueblo observando los nidos abandonados en los olmos o los arces. A menudo había dos, tres y, en ocasiones, hasta cuatro y cinco nidos en el mismo árbol. Hoy en día no se ven más que uno o dos nidos en una docena de árboles.

También en los días de invierno era un placer observar, tras la primera nevada, los nidos desiertos de las aves más grandes coronados con una hermosa capa abombada de un blanco purísimo. A menudo, desde una ventana podían verse media docena de estos nidos nevados en los árboles más próximos. El invierno pasado, entre los muchos árboles que daban sombra a la explanada del pueblo, no había a la vista más que un solitario nido con su corona de nieve.

¡Ay de los pájaros desaparecidos!


Notas

  1. Río de la vertiente Atlántica de los Estados Unidos que nace en el estado de Nueva York, atraviesa el de Pensilvania y desemboca en la bahía Chesapeake, en Maryland. Es uno de los ríos más largos del Este de la nación, con cerca de 715 km de longitud. Drena una cuenca de 71 225 km². El río Susquehanna se origina como emisario del lago Otsego, en el corazón del estado de Nueva York, zigzagueando a través de los montes Apalaches antes de desaguar en el interior de la bahía Chesapeake por el norte. Aunque nunca fue una importante vía fluvial debido a sus obstáculos (como rápidos), su valle fue alguna vez una significativa ruta para el sistema acuífero del río Ohio y después se convirtió en una región de extracción carbonífera.
  2. Susan Fenimore Cooper tenía 80 años cuando publicó esta crónica, en 1893, y por ella sabemos que pasó al menos 45 años contando los nidos en el pueblo en el que vivía.
  3. La paloma pasajera se declaró oficialmente extinta en 1914, es decir, menos de dos décadas después de la escritura de esta crónica. Se trata del animal que ha sufrido el declive poblacional más acusado de la historia reciente, pues en un solo siglo pasó de ser el ave más abundante de Norteamérica (y tal vez del mundo) a engrosar la lista de especies extintas (fuente: Wikipedia: ectopistes migratorius).
  4. En la crónica original, Susan Fenimore habla de «chimney swallows». Cuando Carl Linneo describió el vencejo por primera vez en 1758, lo denominó hirundo pelagica, situándolo así entre las hirundínidas. Los ornitólogos americanos de la época se referían a él con el nombre común de golondrina americana o de las chimeneas («chimney swallow»), que es la denominación que utiliza aquí la autora. Sin embargo, en 1825, James Francis Stephens reclasificó esta ave en el género de las chaetura, aunque durante todo el siglo XIX muchos naturalistas y expertos continuaron considerándola una hirundínida. Entre ellos probablemente se encuentra Cooper (fuente, wikipedia: chimney-swift)

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